Sergio de Carabias

Sergio de Carabias

viernes, 10 de noviembre de 2017

Las Minas de Azufre


     Desde Puerto Villamil, en la isla de Isabela, es posible contemplar las faldas del Volcán Sierra Negra, en esta época, cubiertas por un cinturón de nubes denso y gris. Allá en la cima se esconde uno de los lugares más especiales de Galápagos.

Volcán Cerro Azul visto desde el Sierra Negra.


     Por un sendero estrecho y angosto, sembrado de rocas, se asciende lentamente por la ladera del gigante dormido. La vegetación verde y frondosa lo cubre todo a ambos lados despuntando los helechos arborescentes con aspecto de palmera, herederos de épocas remotas en las que daban sombra a los dinosaurios. 


Acenso al volcán Sierra Negra a través de la garúa.
Autora: Alice Marchal.


     Finalmente, superados los mil cien metros, se sobrepasa la línea de nubes saliendo a relucir un sol radiante que pasado un tiempo llega a resultar aplastante y abrasador. 





     Al llegar al borde del cráter, amplio y vasto, como una olla de gigantes, los sentidos quedan atónitos ante tal inmensidad.




     Desde el borde mismo se observan las nubes caer al interior del cráter como si de un tobogán se tratara, formando una bonita cascada vaporosa. Las mismas nubes que nos acolcharon y empaparon durante el ascenso.





     El camino sigue bordeando el precipicio por varios cientos de metros hasta llegar a un mirador. Desde allí es posible observar las fumarolas de azufre que emanan del interior terrestre y se elevan blancas sobre el cielo azul como una fábrica de nubes.





     El vapor desprendido cambia de tamaño y forma según la intensidad con que respira el gigante que duerme... En el año 2005 fue su último despertar.





      Desde semejante distancia ya es posible sentir el hedor pestilente, como a huevos podridos, propio del azufre que contamina el aire y lo hace absolutamente irrespirable al llegar frente a las minas. 


El autor con las minas de azufre a sus espaldas
y cara de estar apreciando el aroma del ambiente.


     Justo ahí comienza el descenso al cráter del volcán. En el fondo del mismo crece una alfombra de helechos valientes. Ignorantes, más bien, a lo que les espera en caso de una nueva erupción...


Junto a los helechos valientes en el interior del cráter.





El paisaje es atractivamente desolador
pero la compañía notablemente mejor.


Son tres los colores que pintan las rocas del lugar:
los tonos rojizos corresponden a óxidos de hierro, los amarillos blanquecinos al azufre
y los más oscuros a basaltos.


     Tras cruzar el fondo del cráter toca nuevamente un ligero ascenso que lleva hasta las minas. Por el camino, destacan varios grandes trozos de azufre desprendidos desde lo alto en algún temblor sísmico.


Aprovechando la ocasión para llevarse un entrañable recuerdo
con que asombrar a los nietos en la senectud.


Es amarillo y reluce,
no es oro sino azufre.


     Allí, desde tan cerca, el color amarillo todo lo cubre y llena, como si de una explotación aurífera se tratara. Sobrecoge al visitante la naturaleza poderosa de este fenómeno por el cual grandes cantidades de vapor de azufre emanan del interior como auténticas llamaradas. 

A las puertas del Infierno



Mil alfileres dorados custodian y protegen las puertas y ventanas del inframundo.


      No es habitual contemplar algo así y todavía mucho menos, hacerlo de forma tan cercana. Es por eso que, de todo cuanto he conocido hasta ahora en las islas Galápagos, las minas de azufre del Volcán Sierra Negra en Isabela constituyen uno de los lugares que más admiro.


Integrantes de la expedición a las Minas de Azufre.
De izquierda a derecha: Elvira, Paulo, Klavdija, Alice y un servidor.






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