En la costa de Senegal, al refugio de un cordón litoral o restinga de arena, flota tranquilamente una pequeña isla a salvo de las grandes olas del Océano Atlántico. En el horizonte se recorta entre el cielo y el agua el perfil de un pueblo sencillo y humilde, ajeno al recuerdo italiano que en mi memoria despierta esta Venecia senegalesa...
La isla de Fadiouth queda unida a la Madre África a través de un puente de madera que ondea sobre el agua como las pequeñas olas que bajo él suavemente tambalean. Los faroles y tejados de los descansillos le dan a la construcción cierto aire oriental...
El continuo ir y venir de laboriosas mujeres aparatosamente cargadas a la cabeza simula la incesante actividad de un hormiguero en el que habitaran hormigas de dos piernas.
Que Fadiouth es una población de confesión cristiana, minoría religiosa en África, es un hecho que enseguida se desprende al observar su cementerio, el campanario en su cima por una cruz rematado y también por la cantidad de cerditos, puercos o marranos que la vista encuentra en su recorrido. Un animal, cabe recordar, maldito para musulmanes y judíos.
En un mar de desperdicios, buscan los cochinos restos orgánicos que comer con su alargado hocico a modo de aspiradora.
La porquería se acumula por doquier en el agua y en la tierra. Gracias a las patrullas de piaras que viven libres por las calles, el entorno queda limpio de restos de comida pero nada pueden hacer contra plásticos y envases que van cambiando de lugar movidos por viento y marea.
En un mar de desperdicios, buscan los cochinos restos orgánicos que comer con su alargado hocico a modo de aspiradora.
La porquería se acumula por doquier en el agua y en la tierra. Gracias a las patrullas de piaras que viven libres por las calles, el entorno queda limpio de restos de comida pero nada pueden hacer contra plásticos y envases que van cambiando de lugar movidos por viento y marea.
El detalle más llamativo de Fadiouth son sus suelos cubiertos por una alfombra de conchas blancas de pequeños bivalvos que se estremecen bajo los pies entre crujidos huecos. Recostados contra los muros de las casas, colocan coloridos cestos de fibra vegetal, muestra de la artesanía local.
También abundan por las calles y pasajes, los pescados ya limpios, abiertos y salados, secándose al sol. El aire se empapa así con los fuertes olores a entraña de mar.
Sobre el tapiz de blancas conchas se pasea un pajarito con plumas de oro y capucha de azabache. Sus patitas se pierden entre las oquedades que el calcio formó cuando tuvo vida.
Pero no sólo de los frutos del mar viven en Fadiouth. Erigidos sobre pilares de madera, se levantan sobre el agua un rebaño de graneros para evitar que la subida de la marea malogre la cosecha.
Un grupo de mujeres de piel blanca acaba de llegar a Fadiouth. Como embajadoras de un lejano país europeo, pasean curiosas por las calles captando la atención de los locales. Las madres portan sombreros y faldas, las jóvenes pantalones cortos y coleta... ¿Se creerán los niños negritos que en Europa las mujeres adultas deben taparse la cabeza y llevar libres las piernas?
A la hora de marchar, el grupo de extranjeras decide tomar una barquita. Faltan el estilizado ferro y la práctica forcola,el largo remo y la camiseta a rayas y el sombrero del patrón pero algo hay de góndola en el alma de esa embarcación.