Amanece.
El cielo está oscuro. Ha llovido por la noche.
El sol naciente va bañando de ocre
aldeas, campos y bosques
descubriendo los secretos de la noche,
algunos buenos y otros peores…
A la salida de Valdevarnés, sobre el asfalto
el cuerpo de un zorrito yace inerte…
Pareciera que duerme plácidamente
soñando correrías tras topillos y ratones
por esos trigales y praderas
del Nordeste de Segovia, su tierra.
Seguramente su madre ya le advirtiera:
“Hijo mío, estáte siempre atento y muestra cautela,
que el peligro
siempre acecha.
Ten cuidado de noche cuando juegas
pues el búho todo lo observa,
aunque tú no le veas;
de día, mira siempre al águila cuando vuela.
Desconfía de los perros, aunque sean ratoneros
y huye de las escopetas y los tramperos…
Ahora, hijo mío, no te entretengas,
sígueme y cruza aprisa la carretera
que escucho un coche que se acerca…”
Empezaba a lloviznar.
Olió el zorrito a tierra mojada,
¡qué agradable le resultaba aquel olor
con recuerdos a infancia en la madriguera!
Una fuerte luz que le cegó
interrumpió sus pensamientos…
Fue lo último que vio.
Su madre desde la vaguada miró
cómo, distraído, accionaba el parabrisas el conductor.
-¡Hijo mío!- Le llamó. No contestó.
Se había ido a jugar con las estrellas.
Empezó a llover con fuerza.
Desde entonces, la madre le llora con pena
días y noches enteras.
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