jueves, 19 de noviembre de 2015

El Ángel de la Montaña


     En la cara Sur de los Andes Venezolanos, cuya pico más alto, el Bolívar, supera por poco los 5.000 m de altitud, a la vera del camino que sube ladeando por el valle tras dejar atrás el último pueblo de Los Nevados, encontramos con la emoción del viajero casi perdido y cansado un apacible refugio regentado por una amable y dulce anciana de nombre Francisca, o Panchita, según la libertad y confianza que nuestra amiga Yi decidió tomarse movida por la dulce cercanía que la abuelita le inspiraba.

Los Nevados, Venezuela (2.500 m altitud)


     La construcción, de forma cuadrangular, alberga las estancias: dos habitaciones con literas y una cocina-comedor que tienen salida al patio, flanqueado por firmes muros encalados, y al que se entra desde fuera por una puerta de madera de corte campesino, al estilo castellano. Imposible le resulta a la memoria no recordar los valles y caseríos pasiegos, verdes y blancos.


Refugio de montaña de doña Francisca.

Patio interior del refugio.


     Llegamos un poco antes que doña Francisca, quien de pronto apareció por entre la galería de árboles allá abajo. Mirándola caminar con ese ímpetu y energía me pregunté cuántos años podría tener ¿cincuenta, sesenta, setenta? Comprobé que la vida en la montaña estropea mucho la corteza pero fortalece la madera en el interior pues allí venía ella, subiendo sin resoplar por aquel sendero como de cabras, como un pajarillo volando de rama en rama... Nos abrazó a todos con su sonrisa bella y algo desdentada, como una vida sufrida que pese a sus cicatrices es especialmente hermosa.


     Enseguida empezó a preparar la cena: un guiso de pollo que me supo como pocos y que casi un año después, al recordarlo, todavía me despierta el apetito y serena mi espíritu. A la luz del candil preparó las verduras y troceó la carne fijando la atención de sus ojillos tras sus lentes de cristales algo gruesos y turbios... Sus manos arrugadas hacían bailar entre los dedos a cubiertos y alimentos una danza antigua, de buen sabor, al ritmo de los chisporroteos del fuego, el agua borboteando y el chocar metálico de ollas y calderos... ¡qué melodía de olor y música para los sentidos! Una larga trenza de plata le caía desde la gorra roja que se movía por la oscura cocina, nublada por un denso humo, con aires decididos de gorro de auténtico chef.



Doña Francisca echando leña al fuego.






La mesa del gran festín: ensalada de arroz, zanahoria y patata y guiso de pollo.


     Pasamos la noche al calor de aquellas paredes de piedra, algunas mantas y una buena chimenea. Todavía no éramos capaces de imaginar cuánto echaríamos de menos aquella comodidad apenas 24 horas después, bajando ya del Bolívar en el chamizo que albergó al mismo Humboldt en su expedición a primeros del s XX pero ésa, es ya historia para mañana... Al despertar, doña Francisca nos tenía preparados de desayuno leche con agua panela y arepas.





     No tardó en llegar la rista de burritos que nos habrían de subir a las faldas del mismo Bolívar. Desde mi montura fue la última vez que vi despidiéndonos, con dulzura y cariño, a aquella mujer que nos abrió las puertas de su casa y de su corazón, aquel Ángel de la Montaña.




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