Casi cinco siglos hace desde que Toledo dejó de ser la capital del Imperio de Carlos I de España y V de Alemania, en el que nunca se ponía el Sol. Sin embargo, todavía hoy se refieren a ella como Ciudad Imperial en claro homenaje a su glorioso pasado.
Cuenta la leyenda que aquel año de 1561 no toda la Guardia Real acompañó al rey Felipe II y su corte hasta Madrid, la que habría de ser nueva capital. Muchos de los soldados sentían un fuerte apego por la mágica ciudad y se quedaron en ella, desobedeciendo así las órdenes del monarca. Felipe II, triste y apenado, abandonó la ciudad dejando allí a algunos de sus mejores y más fieles guardas. Su vieja ama de llaves, que lo había criado siendo un niño, sintió mucha rabia viéndolo así de tal manera que, volviéndose hacia la ciudad, maldijo:
Si con Su Alteza a Madrid
no es vuestro deseo venir
extramuros de Toledo habréis de vivir.
Comer pescado sin hervir,
pasar frío y de pie dormir,
será vuestro castigo hasta el fin.
Narran las crónicas que una gran nube se concentró sobre Toledo e inició una tormenta legendaria de agua, rayos y truenos. Cuando cesó, varios días después, todos los soldados que no acompañaron al rey habían desaparecido...
Aquella anciana de origen desconocido, levantaba grandes sospechas dentro de la Corte. Se la suponía una bruja venida de las montañas que, milagrosamente, había salvado al príncipe Felipe, cuando niño, de unas fiebres terribles. Desde entonces, había encontrado la protección del rey quien se hacía acompañar de ella en todos sus viajes.
Lo cierto es que, gracias a que nadie le escuchó proferir aquella maldición, se salvó de una muerte segura en la hoguera acusada de brujería ya que sus palabras cobraron realidad y, desde entonces, allí donde el Tajo se despide de Toledo, reside la soldadesca convertida ahora en garzas, garcetas y garcillas...
Como antorchas de fuego blanco, lucen las ardeidas colgadas de la vegetación de ribera frente a los muros de su querida Toledo.
Sus torres de vigía son ahora las ramas altas de tamarindos y sauces, llevan por pico sus antiguas lanzas y alabardas y ya no portan cascos ni armaduras de metal sino copetes de plumas encrestadas y penachos sobre el pecho...
Generales, coroneles, comandantes y soldados rasos conservan los colores y galas de sus antiguos uniformes. Todos ellos buscan sus posiciones apropiadas en la línea defensiva de la Isla de los Tamarindos.
El conjunto de sus miembros se turna en la vigilancia temerosos de que vuelva la bruja de nuevo... Con el cuello recto y erguido, repasando son su penetrante mirada punto por punto hasta el horizonte, pasan las horas.
Con cada atardecer, los hay que, arrepentidos de corazón, se encaraman a las almenas para reverenciarse ante el Sol y pedir su perdón.
Otros, en cambio, emprenden rumbo a Madrid desesperadamente creyendo que todavía pueden encontrar a su traicionado rey para clamar clemencia... Pero regresan al amanecer con excaso resultado y los ojos rojo granate de haber llorado sangre por toda la noche...
Porque sin mi amigo David no hubiera disfrutado de estos momentos, esta entrada va dedicada a ti, para que te animes a estrenar un blog y sigamos compartiendo aventuras parecidas ;)
Magnífico Sergio... Mucho mejor los textos que las fotos, si cabe...
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